JORGE CÁZARES: PAISAJISTA EN LLAMAS
(20 de noviembre de 1937- 11 de enero de 2020)
Por: Isaías Alanís
El pasado sábado 11 de enero fuimos invitados a la presentación de la revista del Instituto de Documentación y Archivo General del Estado de Morelos, correspondiente al número 3 del 2025, cuyo director es Julián Vences. Me invitó a colaborar y le envíe un poema que escribí cuando falleció mi amigo Jorge Cázares. Y hurgando en respaldos en disco duro y en mi vieja máquina de escritorio, encontré muchos textos sobre Cázares, pero no el que buscaba y que le escribí hace mas de dos décadas. Pero cuál no sería mi sorpresa que apareció un texto escrito en enero de 2020, y que no le pude enviar a Vences porque ya le había mandado el que publicó la revista.
Me pidió que llevara mi guitarra y fuera de programa canté en el estudio de Cázares “Ay que re ‘chulo es Morelos”, pieza cuya autoría es de mi padre Isaías Alanís Tapia. Saludé a la esposa del maestro, Minda Clement, a sus hijos, a Juan Salgado Brito, viejo amigo; a Margarita Galeana con la que vamos a iniciar un proyecto en Morelos, entre muchos.
Antes de cantar creí pertinente leer un fragmento del texto: “Jorge Cázares un paisajista en Llamas” que a la memoria del maestro Cázares se publica en esta Mirada y espero que además del trabajo que se está haciendo con su archivo, el gobierno de Morelos le haga una retrospectiva de su obra y un catálogo digno del pintor morelense y universal.
Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.
No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos
chicos y fuegos de todos los colores.
Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento,
y hay gente de fuego loco, que llena el aire de chispas.
Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman;
pero otros arden vida con tantas ganas que no se puede
mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.
Eduardo Galeano
Con profundas raíces en la geología del Tamoánchan, el maestro Cázares transita del amor a su tierra desde la lejanía del paisaje y la cercanía con lo sagrado al construir con su pintura el conjuro de la luz y la sombra, del color y su contrario.
En esa tesitura, es un pintor en llamas que enciende lo que toca y alumbra lo que se queda con la fragilidad y permanencia de la pasión, la sincronía del agua y el empeño de la roca por permanecer indemne al tiempo.
El maestro con profundas raíces en Tehuixtla -lugar de origen y centro penitenciario de su amor por Morelos- logra plasmar y fijar en su obra -que navega de la perfección a lo sublime- el paisaje morelense con la misma paciencia que un ermitaño pule el silencio y un alquimista aviva la obra.
Introducirnos en la pintura de Cázares es ir al encuentro con el mundo que se nos va, algún día le dije que la belleza de Morelos solo iba a quedar en sus cuadros porque se la está comiendo la destrucción de la biodiversidad y el crecimiento anárquico.
El maestro Jorge, sempiterno, eterno, dotado de una cualidad poco usual entre los creadores, terriblemente generoso con artistas de todas las disciplinas, forjador de instituciones y ejemplo de rectitud; al escuchar mis argumentos se colocó su sombrero de palma y me dijo; “maestro, lo invito a ir conmigo al campo”.
De ese tamaño fue su respuesta producto de perseverancia y pasión. Y casi estalla en llanto cuando le platiqué de un campesino -amigo mío- que en un cajón de madera del famoso jabón Tejón, guarda las cajitas de cerillos la Central que el autor de murales, obras trascendentales de caballete, con exposiciones en el extranjero y el forjador de instituciones culturales como promotor iniciara con la industria del cerillo en 1970.
Me mostró su tesoro en el patio de su casa de bajareque, saboreando un trago de Zacualpan en pequeños jarritos de barro:
“Tengo toda la colección y cuando me atranca la tristeza para seguir en esta vida, me siento bajo el amate, me pongo a ver las cajitas y viajo a muchos lugares que no conozco y al termino del recorrido, regreso al mismo lugar cargado de ganas de entrarle a trabajar la tierra como si volviera a ser joven…”.
La popularidad del maestro Cázares no solo fue producto de ese arduo trabajo de viajar a lugares inaccesibles, cascos de haciendas, selvas bajas y altas, ríos, puentes y la búsqueda de un encuadre vital para su obra. Un detalle; en cada paisaje pintado en la cajita, el maestro plasma un regalo aparentemente imperceptible que solo se le revela al ojo diestro en encontrar tesoros de luz entre rocas, raíces, sombras de nube y troncos de pochote.
El paisajista es el que bosqueja desde diferentes miradas el mundo circundante, el ser interior de lo externo, personalidad y raíz del tiempo que lo identifica con el espacio exterior e interior. En Cázares todo arde, mientras Velasco es dueño de un lirismo empoderado de coloraciones superpuestas y contrarias, de sensaciones cálidas y estremecimientos coloridos que va del campo a la industrialización del Valle de México, Cázares es su contrario y también su continuador. Hay rompimiento, cercanía y liviandad para determinar pincel en mano que la naturaleza es falible como la primera bocanada de oxígeno y que el mal llamado progreso la está destruyendo y hay que dejar constancia de este acto canallesco.
Cázares va mas allá de lo narrativo al entrar en el universo onírico de las interpretaciones del paisaje. Lo que es, no es lo que se aprecia sobre una loma de Tlayacapan, es lo que Cázares nos quiere decir, lo que descubre para que fluya en su lienzo y detenerlo en lo mudable al dotarlo de una brizna de infinito que lo transmuta en una permanencia sutil del color y la forma que fluye como un atardecer visto desde la cima del Tlahuiltepetl.
No cae en el surrealismo, ni en el realismo, su pintura es tan diáfana como las nubes que sestean a lo largo de la Sierra del Chichinautzin, el surtidor de la fuente conectada al río Amacuzac o los amates amarillos de Apanquetzalco incrustados en los muros de la ex hacienda que han escrito con paciencia y caligrafía de raíces el poder de la naturaleza sobre la construcción mundana de mujeres y hombres.
El ser de fuego de Cázares imanta la sobrevivencia del granito, el fluir del ópalo de fuego, el detenido fulgor del medio día y la fogosa lejanía de un amanecer visto desde las lomas de Ocuituco, de donde emerge la silueta del Popocatépetl coronada por un coro de nubes.
El sol es un párpado que se abre al vaivén de la mañana en la que el maestro afina la sinfonía de su percepción a la sombra que se va y se queda en cada bocanada de luz; desciende sobre el cerro cabeza de Mono que intenta volar al silencio con una fuente de chispas congeladas como la esfinge detenida en su lecho de rocas.
Y Jorge, vigila que el amanecer no se junte con el día para fijar en el lienzo la percepción fugas de lo mudable. Ser y movimiento, paisaje y combustión de formas, sombras, perfiles, árboles pintados de negro por el sol que no cesa de enviarle a Cázares el aroma a humedad que brota del llano poblado de espinos, colorines y eucaliptos que aroman el despertar a la luz en medio de su soledad, transmutada en visión solar del paisaje donde los ojos de Jorge, encallan, callan y musitan la verdad sobre el ser en cuanto tal, en cuanto paisaje que se construye al ser parte esencial de lo que fluye, se fija en el lienzo y permanece.
Jorge no se queda con los volcanes del Dr. Atl, con las extensiones de Cuautla de Paul Fisher. Va más allá hacia donde el encuentro con lo ilimitado se convierte en límite infinito de su obra. Se extiende y comprime, se aísla y libera, avanza a lo profundo al detenerse a pintar una hoja de encino, un ramo de flamboyán alumbrado por el pincel de sus ojos, plasmados también en caballete, murales y obras por encargo: el Zapata de Cázares que cabalga desde los ojos del caudillo a los ojos del paramo de surcos en que se ha convertido el campo mexicano.
Jorge es combustible que hace reverdecer el Tamoánchan, que vincula al bosque con las espigas de arroz y con el agua mansa de las vegas de Morelos.
Arrobado nos lee en su lenguaje la belleza de lo mudable, de la naturaleza en su esplendor efímero, perdurable en sus lienzos y en el ardiente despertar del alba entre las manos de su esposa que avanza entre la claridad del día hacia los confines de la noche estrellada.
Si alguien ha visto de cerca al fuego sin quemarse, ese es Jorge Cázares, el hombre, el artista, el paisajista, el ser humano ejemplar que ha trascendido de la brasa al manantial, de la roca al aire y de la luz al espacio sideral.