Transparencia en el Congreso de Guerrero
Roberto Camps
El Congreso de Guerrero vive instalado en la penumbra: En 2020, el colectivo CIMTRA lo colocó en el penúltimo lugar nacional: un 14.4% frente a un promedio de 40.9%. Una línea base tan baja que lo lógico habría sido un plan de mejora inmediato; pero claro, aquí preferimos las excusas.
Tres años después, en 2023, la foto es la misma: se sigue codeando con Chiapas y Veracruz en el sótano de la opacidad. El mensaje político es de claro: un poder que no rinde cuentas pierde autoridad moral (y práctica) para exigirlas. ¿Cómo fiscalizar al Ejecutivo o a los municipios cuando el Legislativo no puede ni explicar a tiempo qué vota, cuánto gasta y a quién contrata? Eso se llama crisis de legitimidad por diseño.
La Gaceta Legislativa ilustra el problema: debería ser brújula, y es tropiezo. Llega tarde, con fallas, incompleta. No es una herramienta de trabajo sino una cortina de humo. Si medios y ciudadanía no pueden conocer la ruta de las iniciativas, dictámenes y actas, el debate público se sustituye por rumores. Y cuando se gobierna por rumor, los incentivos se alinean con lo peor: cabildeos en lo oscurito, captura de agenda y costos públicos inflados.
Ahora, argumentos sin adjetivos: la transparencia reduce la asimetría de información —ese viejo cáncer entre representantes y representados—, baja los costos de supervisión, mejora la calidad del gasto y eleva la productividad legislativa. Donde hay datos abiertos y votaciones nominales oportunas, hay menos margen para intercambios opacos y más para construir mayorías sobre razones, no sobre favores. La transparencia no es estética; es economía política aplicada.
También es gobernabilidad. Un Congreso con procesos verificables es un mejor contrapeso. La división de poderes no se sostiene en discursos sino en reglas: audiencias públicas, publicación de dictámenes con tiempo razonable, versiones estenográficas accesibles, y el registro de quién vota qué, cuándo y por qué. Sin eso, el Legislativo se degrada a oficialía de partes. Y una oficialía de partes no inspira respeto: inspira atajos.
El costo político de la opacidad es acumulativo. Primero se erosiona la credibilidad; luego vienen los litigios, las medidas cautelares, las crisis mediáticas y, finalmente, la parálisis. La agenda se vuelve rehén de los escándalos, no de las prioridades públicas. En cambio, cuando hay calendarios confiables, datos verificables y formatos abiertos, los grupos parlamentarios —oficialistas y opositores— ganan algo invaluable: previsibilidad. Y con previsibilidad se negocia mejor.
¿Reformas? Nada que no se haya hecho en otros congresos del país (sí, esos que nos rebasaron mientras discutíamos si la Gaceta debe salir… algún día).
- Estándares temporales: que todo dictamen se publique al menos 72 horas antes de subirse al Pleno; que las votaciones nominales y el acta se publiquen en menos de 24 horas.
- Datos abiertos de verdad: presupuestos, nómina, contratos, comisiones y asistencias en formatos descargables y con API; no “PDFs escaneados” que sirven para enmarcar, no para auditar.
- Parlamento Abierto serio: audiencias públicas obligatorias para reformas estructurales; matriz de participación ciudadana con respuestas formales (qué se incorporó y por qué); y consulta en línea con trazabilidad.
- Integridad: declaraciones patrimoniales, de intereses y fiscal (el “3 de 3”), y un registro público de cabildeo: quién se reunió con quién, cuándo y para qué.
- Gaceta modernizada: buscador por tema, autoría, etapa del proceso y palabra clave; versión móvil; alertas automáticas por suscripción.
- Sustitución efectiva del órgano garante: si el ITAIGro desapareció, no puede desaparecer el derecho. Crear un sistema local de acceso a la información que funcione, con autonomía operativa y dientes sancionadores.
¿Y la política real? La transparencia también es estrategia. A la mayoría le sirve para blindar su narrativa de resultados; a la minoría, para auditar con evidencia y negociar con información. A ambas les conviene porque baja el costo de los conflictos y sube el rendimiento de los consensos. Un Congreso que rinde cuentas compra estabilidad a precio de saldo.
Seamos claros: sin reglas, la agenda se escribe en la cafetería; con reglas, se escribe a la vista de todos. No es suficiente presumir pluralidad y democracia si la información sigue bajo llave. La transparencia no es un lujo ni una concesión graciosa: es la mínima decencia institucional y, además, la mejor póliza contra la mediocridad.