Entre Líneas y votos

El asesinato de Carlos Manzo y el fracaso de la seguridad presidencial

Alberto Catalán Bastida.

7 de noviembre.

El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo Rodríguez, no fue una sorpresa. Fue una advertencia ignorada. Durante semanas había pedido apoyo federal y resguardo policial ante amenazas directas del crimen organizado. Nadie lo escuchó. Hoy, su nombre se suma a la larga lista de autoridades locales asesinadas en un país donde la violencia dejó de ser excepción para convertirse en norma.

La reacción del gobierno federal fue la de siempre: condena, promesa de justicia y, por supuesto, culpa al pasado. La presidenta Claudia Sheinbaum aseguró que “la violencia viene de los gobiernos anteriores”, en una referencia directa a las administraciones de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Pero el discurso del “culpable anterior” ya no alcanza para justificar la tragedia cotidiana.

En lo que va de su primer año de gobierno, ya son diez los alcaldes asesinados en funciones, según reportes de medios nacionales. Es decir, uno por mes aproximadamente. Un ritmo que desmonta cualquier narrativa de estabilidad y evidencia que la violencia política sigue escalando sin contención ni estrategia real.

Uruapan, una de las regiones más golpeadas por la presencia de cárteles, sigue siendo tierra de nadie. Y no es la primera vez que Michoacán arde. Tampoco es un estado ajeno a la Cuarta Transformación. Ahí gobernaron Lázaro Cárdenas Batel y Leonel Godoy, ambos hoy parte del círculo más cercano a Sheinbaum y piezas clave en su gobierno.

Mientras tanto, en Guerrero, la Gobernadora Evelyn Salgado, enfrenta una crisis similar. Desde que asumió el cargo en 2021, la violencia contra autoridades municipales no ha cesado. Guerrero sigue siendo uno de los estados más peligrosos para ser alcalde. La ejecución del edil de Chilpancingo, Alejandro Arcos Catalán, y otros casos recientes confirman que la violencia institucionalizada no se detuvo con el cambio de sexenio; solo cambió de vocero.

La llamada “herencia maldita” de López Obrador, esa política de “abrazos y no balazos” sigue marcando la ruta del actual gobierno. Fue vendida como una estrategia humanista, pero en la práctica se convirtió en una renuncia del Estado a ejercer autoridad.

Cada vez que la violencia alcanza a una figura pública, la narrativa del oficialismo busca un enemigo externo. El “culpen al pasado” funciona como distractor: evita asumir responsabilidad y desvía la conversación. Pero los hechos no se borran victimizando a la Presidenta.

Porque cuando un alcalde muere después de pedir ayuda al gobierno federal, el problema ya no es la herencia: es la indolencia. Y cuando el discurso oficial intenta cubrir la sangre con palabras, lo que se pierde no es solo la seguridad, sino la confianza en el Estado.

El país no necesita culpables retroactivos, sino decisiones firmes. No necesita culpar a Calderón ni a Peña Nieto; necesita reconocer que el pacto tácito con el narcotráfico está cobrando su factura más cara: la vida de quienes aún creen en la política como servicio público.

“El pasado no puede cambiarse, pero el futuro aún está en tus manos.” Mary Pickford

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