Por qué no siempre después de la tormenta llega la calma…
Alberto Catalán Bastida
17 de octubre
El viejo refrán dice que “después de la tormenta siempre llega la calma”, pero en México, la realidad una vez más desmiente la sabiduría popular. Las lluvias torrenciales que azotaron recientemente a los estados de Veracruz, Hidalgo, San Luis Potosí y Puebla dejaron un rastro de destrucción, pérdidas humanas y desolación. Sin embargo, lo más lamentable no fue solo la fuerza del fenómeno natural, sino la evidente incapacidad del gobierno para responder con eficacia, sensibilidad y coordinación.
La naturaleza mostró su furia, pero fue la negligencia institucional la que terminó por agravar la tragedia. Ríos desbordados, comunidades enteras incomunicadas, familias desplazadas y cientos de personas que aún buscan a sus seres queridos. En lugar de una respuesta inmediata y articulada, lo que observamos fue un gobierno federal desorientado, gobiernos estatales rebasados y autoridades municipales sin recursos ni respaldo.
La presidenta Claudia Sheinbaum quedó expuesta en uno de sus momentos más críticos. La falta de una estrategia clara, la ausencia de liderazgo y la lentitud en la toma de decisiones mostraron a una mandataria superada por las circunstancias. A ello se sumó el intento de justificar la ineficiencia con el argumento de que las lluvias fueron “sorpresivas”, cuando las alertas meteorológicas estaban emitidas con varios días de anticipación.
La desaparición del FONDEN, decisión tomada en el gobierno de López Obrador bajo la promesa de que “no hacía falta un fideicomiso para ayudar al pueblo”, hoy cobra factura. Ese fondo era un instrumento esencial para actuar con rapidez, liberar recursos y atender emergencias sin trámites burocráticos. Hoy, sin ese mecanismo, las ayudas tardan, los apoyos no llegan, y los damnificados quedan a merced de la buena voluntad política.
La llamada Cuarta Transformación vuelve a exhibir su rostro más crudo: la improvisación, la falta de previsión y la incapacidad de reconocer errores. Frente a la tragedia, el discurso se impone sobre la acción y la propaganda sobre la empatía.
En las zonas afectadas no hay calma. Hay incertidumbre, dolor y enojo. Hay familias que siguen buscando a sus desaparecidos, comunidades que reclaman una cifra real de víctimas y estados que enfrentan daños a su infraestructura que difícilmente podrán reparar.
Esta vez, la tormenta no trajo calma. Trajo consigo una lección dolorosa: cuando los gobiernos son incapaces de anticiparse y responder con humanidad, la naturaleza no solo destruye caminos y casas, también arrasa con la confianza de un pueblo que se siente abandonado.
Porque en el México de hoy, después de la tormenta, lo único que queda es la pregunta: ¿quién responderá por tanta indolencia?
“El desastre no fue solo natural, también institucional.”