GUILLERMO MONROY: ÁRBOL DE LUZ

MIRADA INTERIOR

FOTO: Enrique Torresagatón

Por: Isaías Alanís

Has cumplido cien años y todavía te faltan más querido maestro.

Carpintero del pincel, comendador de la revolución, activista del llanto y precursor de la luna, hoy te quisiera cantar con la misma voz de los tlacuilos, con palabras de barro recién curtido por el fuego de una estrella de mar.

Mirarte en las entrañas de la tierra roja y el corazón de todas las frutas porque me estoy quedando ciego de palabras ante tu imperio de árbol, de río que orbita dentro de una piedra, de océano que ha transitado por las venas de México con tu sonrisa de gladiolo, con tu sencillez de generoso dador de tempestades que ha penetrado en las venas geológicas del México bárbaro y del México hundido en las desgracias y entre las tres gracias del amor, el arte y el asombro con tu increíble sencillez de hierofante que custodia la germinación del color y el desplazamiento de la vida sobre un caballete de madera construida con cantos de nubes y ropaje de raicillas del tamaño de tu barba.

Aprendiste de los mejores y eres el mejor. Tu sencillez de hondonada, de meseta rodeada de aerolitos, de caña de azúcar recién bañada por el aire, te han otorgado el don de la prosperidad y de la vida como una enseñanza diaria, codo a codo de la injusticia y de la construcción de un sol personal en el vasto universo de tus ojos: ¿Qué no han visto y que han de ver?

Creciste con el siglo, al iniciar el año, un día de enero del cual tengo nítido el recuerdo. ¿te acuerdas, lo celebramos con Demetrio Sodi Martínez a la luz del Miquixtli de nuestras orfandades más grandes que un trago de ron, que un corrido de Lucha Reyes, que un discurso por las flores de Pellicer y un beso de Frida, oloroso a hospital, a las manos de Diego, a los santos oleos con los que aprendiste a declararle tu amor a la pintura junto a Chávez Morado, Agustín Lazo, Raúl Anguiano, Jesús Guerrero Galván y Feliciano Peña y otras artistas plásticas del intermedio, entre el estallido de la brasa y la anunciación de la ruptura convertida en baratija reduccionista.

Tu obra abre sus alas del muralismo al caballete, de la denuncia social al abstraccionismo onírico. No hay confusión entre la pintura social y la personal. En tus cuadros convergen dos laberintos, el de la soledad y el de la revolución.

Tu pintura, querido cien ojos y cien pies, se abre a un mundo de cambio, de remiendos petroleros y cuarteaduras templadas por la otra visión que te acompaña justo donde un disparo da en el blanco y un caballo cruza la noche de tus pensamientos, sin rienda, sin armadura, sin jinete y sin carabina. El muralismo fue la oficialización de la pintura al servicio del imperio postrevolucionario, o una revelación de la realidad escondida en trescientos años de vivir a la intemperie.

Los soles de tus ojos anunciaron el camino de la luna en un amplio universo fugas donde cada trazo es una cuadratura y cada despliegue del color una puñalada. Hay quebradura y concurrencia, divergencias y convergencias que tatúan el ojo que sobre la grama ensangrentada pica piedra en medio de un jardín de obsidiana, resuelto a combatir contra lo ya dicho, contra el lugar común y la pasión por alcanzar la piedra de los sacrificios en la hondonada del abismo con un sol a cada lado.

Nada de lo que has vivido es cualquier cosa, querido Memo, por eso no voy a insistir en nombrar tu trayectoria, como buen árbol del bien, has crecido libre, nada te ata ni desata.

Ni la muerte, ni el pan robado al segundero, ni el trago junto a una guitarra de caoba, ni tu Miquixtli personal, que has acicalado durante cien años y que continuará dando lata por cien siglos.

Ni el amor, esa extraña criatura de cien mil colores que a veces es engañosa y otra te ilumina al extremo de incinerar la poca alma que aun le queda a la mujer y al hombre, al habitante del agua, del surco, de los cielos donde dos nubes se besan y nace el alba en medio del cantar de tus hijos y nietos y claveles y naranjas y mujeres recién salidas del huerto del placer con una saeta de centellas que besa el silencio entre dos cuerpos que le cantan.

Que maravilla que hayas vivido cien vidas y recibido un reconocimiento estando vivo y no como es costumbre en México, otorgarlo después de muerto porque en vida se era un peligro para la salud republicana. Sin pasar por el harnero de instituciones sofísticas que venden doctorados horroris causa al son de cuarenta a sesenta mil pesos.

Y como has cumplido cien años, solo espero volverte a ver dentro de otros cincuenta -cuando menos- para hablar del color de la tierra y del matiz invisible de la vida y bebernos una copa de mezcal con Demetrio, Óscar, Poluqui, Jerjes, Jacobo y reírnos hasta llorar por esa madrugada de Cuernavaca en que caímos presos al Míctlan de las mazmorras profundas del Callejón Borda y del cual salimos victoriosos a celebrar la vida.
Salud, Guillermo Monroy
Septiembre/25/Jiutepec/Morelos

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