Eliseo Flores; entre el amor y la guerrilla, 42 años después

* De cuando una esposa recupera al esposo desaparecido en la Guerra Sucia
Alondra García
Una mañana de 1974, Bernardina Calvario Limonteco se despidió de su esposo. Nunca lo volvió a ver con vida. Eran muy pobres. Por eso, Eliseo Flores Vázquez tuvo que dejar el jacalito de madera y palapa en el que era feliz, en la comunidad de Ahuexotitlán, Chilapa de Álvarez, para buscar trabajo en otro lugar. Esa mañana se despidió de Bernardina. – “Él me dijo: ‘me voy a trabajar y en 15 días te mando dinero’. Pasaron 15 días, pasó un mes, pasaron dos meses, pasó un año… y nunca volvió. Pasó el tiempo, pasó mucho tiempo”, recuerda Bernardina 42 años después.
Ella lo esperaba todos los días. Lloraba, sufría y se deprimía ante la incertidumbre. “¿Por qué no vuelve?”, se preguntaba cada noche de insomnio. Hace poco lo soñó. Eliseo estaba joven y radiante, como antaño. – “Él llegaba y me abrazaba, yo quería que me abrazara más fuerte y le preguntaba por qué se fue. Le decía: ‘vente con tus hijos’. Yo estaba tan feliz”, cuenta Bernardina con los ojos iluminados por la ilusión del reencuentro.
Sin esperarlo, en 2014 volvió a tener noticias de Eliseo. Habían pasado 40 años. Un grupo de investigadores encontró los restos de dos combatientes de la guerrilla de Lucio Cabañas. Habían muerto en combate con el Ejército Mexicano y, al parecer, ahí estaba su esposo. Dos años después, las pruebas de ADN lo confirmaron.
Nunca, en casi medio siglo, a Bernardina se le pasó por la mente una historia así. Se le ocurrieron muchas. Las suposiciones le inundaron la cabeza como un manantial que emerge a borbotones. Pero… ¿la guerrilla?, eso nunca se lo imaginó.
El jueves 06 de abril de 2017, Bernardina acudió al reencuentro con su marido. Ella llegó vestida con una falda blanca, larga hasta los tobillos. Con los ojos rojos, cargados de lágrimas. Él llegó en un pequeño ataúd de madera. Como los héroes, como los grandes, Eliseo bajó las escaleras cargado en hombros.
Se sitió al centro del escenario, junto a Martín Nario Organis, su compañero de batallas y de muerte, para recibir el aplauso en pie de los presentes. Cantaron La Internacional y el Himno Nacional Mexicano con el puño en alto.
Recordaron historias, incluyendo esa del 8 de septiembre de 1974, cuando se agarraron a balazos con el Ejército en el cerro de las Clavellinas, allá en la sierra de Coyuca de Benítez, cerquita de El Posquelite. Allí murió Eliseo y allí lo enterraron, según cuentan los sobrevivientes, porque los militares no permitieron que se los llevaran para darles sepultura en el panteón.
Allí los dejaron queriendo que se los tragara la tierra y que nunca nadie los recordara. Y ahí Bernardina escuchó las historias de su esposo. Allí se reencontró con él y con su pasado. Y lloró. Lloró mucho. Lloró de felicidad. – “Estoy alegre”, dijo cuándo los reporteros le preguntaron sobre sus sentimientos. “Pasó mucho tiempo, pero ahorita ya estoy con él gracias a Dios, aunque ya esté muerto”.
Después del homenaje, Bernardina subió a una camioneta con su esposo y con el compañero de él en la guerilla, de quien nunca había escuchado su nombre y ahora se sentía tan familiar. Atravesaron la ciudad de Chilpancingo hacia el norte y se detuvieron en el panteón nuevo. Corría mucho viento y la tarde comenzaba a apagarse.
Al fin, Eliseo pudo descansar en un sepulcro digno, arropado por la calidez de su familia. Sus restos ya no estarán en el lodo, extraviados entre la maleza. Con él se llevó las únicas pertenencias que traía consigo cuando lo asesinaron en la batalla: ropa, una taza de plástico, una latita de Vaporub y un par de monedas de 50 centavos. Su nombre, Eliseo Flores Vázquez, quedará para siempre en la historia.

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