El calendario, índice de poder.
«El tiempo es lo más importante:
es un simple sinónimo de la vida misma.»
Antonio Gramsci, Carta a Tania, 2 de julio de 1933
La organización del calendario no se limita al estudio de los astros, sino que habla de patrones y valores culturales que determinan las actividades del grupo.
El calendario se puede definir, ya separado de los ritmos naturales y agrícolas con los que inician su funcionamiento, como un instrumento referencial para una multitud de actividades humanas que tienen su origen en símbolos rituales religiosos, políticos e ideológicos.
El calendario mide la dialéctica del trabajo y del ocio; el ritmo que marcan las fiestas puede ofrecer la historia de lo cotidiano y de la cultura material. En él se entretejen dos tiempos el regular del trabajo, más sensible a las mutaciones de la historia, y el ciclo de la fiesta, más tradicional, aunque siempre permeable a las mutaciones de la primera.
No es raro que calendarios religiosos y civiles surjan paralelos en el mismo tiempo y con ciertas funciones y ordenamientos entrelazados. En el caso del antiguo calendario romano, el mes de agosto recibió su nombre en honor de un emperador romano y, al mismo tiempo, el término con que se designó al mes de junio provino del dios romano Jano.
En la Roma republicana los controles del tiempo y la capacidad de anunciarlo eran una de las funciones del colegio sacerdotal bajo la dirección del pontífice máximo.
La carga del fuerte acervo cultural del calendario ofrece la lectura de la cosmovisión de la intencionalidad de la cultura que lo crea.
A un mundo cristiano, en el que el tiempo se formula para la salvación, corresponde un calendario litúrgico organizado por la institucionalidad de la Iglesia y respetado por las tradiciones establecidas por la comunidad.
Ahora bien, cuando se intenta cimentar la cosmovisión moderna se crea la necesidad de organizar un nuevo calendario que responda a la renovación fundamental que traen consigo la visión del progreso y el poder del Estado moderno y secular sobre la base de una nueva memoria colectiva como fin e instrumento de gobierno, con nuevas personalidades y fechas referenciales y simbólicas para la comunidad.
La meta señalada por el desarrollo de las capacidades humanas, de la técnica, y a partir del siglo XIX de la organización del trabajo, implica una nueva intencionalidad en el poder.
Gobernantes regidores y príncipes se encargan de marcan los ritmos del trabajo y del ocio para así organizar y promover el esfuerzo comunitario en pos del progreso. Esta acción, los legitima ante la comunidad como gobernantes eficientes y capaces de promover, aplicar y desarrollar la nueva ciencia y organizar los nuevos ritmos.
La burguesía se instala en el poder y, en su anhelo por eficientar a la sociedad, organiza la vida de otros y la suya propia en una cadena continua de acontecimientos fechados: el tiempo para el trabajo, que es el de sus ganancias y el de la creatividad, y el tiempo para el ocio y las festividades. Asimismo, norma a la sociedad industrial cuando convierte al descanso en el tiempo para la recuperación de las fuerzas destinadas al trabajo y delimita el tiempo para el placer.
En la transición hacia la sociedad moderna industrial, supuso una seria reestructuración del tiempo cuando formaliza la organización ocupacional, la productividad del tiempo y del trabajo.
El Estado moderno industrial es el encargado de codificar las pausas cotidianas y semanales, permitiendo que sean lo suficientemente largas como para que se reparen las fuerzas de trabajo, pero cuida que no se prolonguen demasiado para evitar que la ociosidad se convierta en rebelión.
El control exhaustivo del tiempo provoca que la cultura obrera llegue a sentir el tiempo como una imposición, resultado enajenante de la coerción capitalista de calcular no solo los ciclos y los días, sino también valorar las horas hasta llegar a imponer la tiranía de medir los minutos y los segundos.
El tiempo hecho política. Los calendarios suelen basarse en cuestiones civiles o religiosas, o en ambas combinadas. Pero en algunas etapas históricas, han predominado directamente las razones políticas. Es el caso de Roma, o el de la Convención Nacional Francesa, que tras deponer a Luis XVI en 1792 introdujo un nuevo calendario y decretó que el año uno comenzaría el día que había sido el 22 de septiembre de 1792 cuando se proclamó la República.
Pero, además, aparecieron nuevos nombres. Se nombraron 12 nuevos meses de treinta días; cada mes se dividió en tres semanas de 10 días. Faltaban entonces, cinco días. En consecuencia, al final del año ellos se sumaban y eran de fiesta: las sans cullotes, o sea las sin calzas, sin esas prendas aristocráticas.
La gente iba en pantalones, la ropa popular. En los años bisiestos había un día adicional. Era un sexto días para las sans cullotes y “acudirían desde todos los lugares de la República para celebrar la libertad y la igualdad, para fomentar con su abrazo la fraternidad nacional y para jurar, en el nombres de todos, sobre el altar de la patria, vivir y morir como sans cullotes libres y valerosos”.
También los días cambiaron de nombres. Cada uno tenía nombre de animal, de plantas, de minerales y de los adelantos agrícolas. Todo esto duró menos de 14 años, hasta que Napoleón decidió interrumpirlo el 1 de enero de 1806 y se regresó a la enumeración Gregoria.
Es interesante señalar que también el sistema decimal de medida afectó al tiempo. Fue durante la revolución. El intento se formalizaría entre 1792 y 1805, un año antes de que fuera aceptado el metro.
Los relojes “revolucionarios” dividirían el día en 10 horas, en lugar de hacerlo en doce. La hora se dividió en 10 partes, en lugar de 60 minutos. Aunque claro está, la mayoría de los relojes poseían manecillas que también indicarían las horas al viejo estilo.
Eso fue hasta 1805, cuando se eliminó el sistema decimal para medir el paso del tiempo. Y también se retomó la tradición de una semana de siete días. ¿Fue una inadaptación psicológica?
Las edades del hombre: la percepción social del paso del tiempo. El reconocimiento de las diferentes etapas de la vida de las personas tiene un componente fuertemente social. Cada sociedad ha consensuado una clasificación de etapas de la vida que varían en número y extensión.
Esas categorías reflejan el valor social atribuido por la sociedad que las pergeñó a cada una de las clases etarias admitidas. Esa búsqueda de la periodización del curso de la vida humana ha sido y es motivo de largas preocupaciones y disquisiciones en torno a ella.
Decía Ortega y Gasset en su trabajo en torno a Galileo: “las edades lo son de nuestra vida y no primariamente de nuestro organismo; son etapas diferentes en que se segmenta nuestro quehacer vital”.
Tal pretensión de imponer una secuencia de etapas vitales parte de una base artificiosa; cada sociedad la ha resuelto de un modo arbitrario, según las concepciones del papel social que cada una de las clases etarias definidas jugaba en la estructura social instalada.
En el Corpus Hipocrático podemos encontrar las primeras manifestaciones acerca de una clasificación de las edades de la vida. La falta de coincidencia entre los distintos libros donde se menciona el tema, refuerza la posición de que el corpus es el producto de la recopilación de una escuela de investigación en la que las opiniones sostenidas podría cambiar con el tiempo y con los autores.
Así, encontramos que en algunos libros se mencionan siete edades (infante, niño, adolescente, joven, varón, hombre de edad viejo), mientras que en otros aparecen sólo dos juventud y vejez. Pero todavía se pueden encontrar más posiciones: en el libro sobre la naturaleza femenina, se nombran tres edades (jóvenes, de edad intermedia y ancianas) mientras que en sobre la dieta, aparecen citadas cuatro edades (niñez, juventud, edad adulta y vejez).
Como lo podemos observar, el tiempo y su medición se encuentra atado a nuevas y cambiantes situaciones de poder. Basta recordar lo referente al horario de verano. Año nuevo o año viejo, es una medición relativa aceptada socialmente.